Nos dijeron que el disparo era inseparable del videojuego. Nos pusieron un gatillo en un dedo, una palanca en otro y un botón para recargar. Nos hablaron de munición y de objetivos. También nos soltaron en un mundo al que llamaron abierto pero que con objetivos principales y secundarios, un sandbox en el que jugar y explorar quedó relegado a la opcionalidad. Allí plantados nos hablaron de que éramos héroes, de salvar el mundo y de entrometernos en las vidas de los demás para arreglarlas. Sludge Life, el nuevo juego editado por Devolver Digital, hace exactamente todo lo contrario.
Si el género fuera algo sagrado en el videojuego, Sludge Life sería una obra iconoclasta: el proyecto de Terri Vellman y Doseone, diseñador y músico respectivamente, reinterpreta las características principales de los géneros en los que líquidamente se enmarca, el sandbox y el shooter en primera persona, para conseguir construir una crítica no al videojuego, sino a la propia sociedad: somos un grafitero en una ciudad inundada en lodo (sludge es lodo en inglés), una urbe deformada en la que parece que nuestro único objetivo es firmar con spray en las paredes.
Más que un simulador de grafitero
Pero no hay tal objetivo. No hay prácticamente ninguno, de hecho. Aunque lo primero que hagamos en el juego sea salir a rastras del contenedor en el que vivimos y pintar un grafiti en la roca que hay justo delante, Sludge Life nunca marca una jerarquía en la consecución de metas. “La curiosidad y el libre albedrío son tus únicas motivaciones”, dice la descripción oficial del juego en su página web. Y tal cual; lo que hacemos en Sludge Life es explorar su mundo interactuando con él y con sus gentes, hablando con ellos, llegando a sitios remotos sólo para encontrar a alguien peculiar y escuchar lo que tiene que decirnos, sacar fotos, colarnos en unas oficinas y encontrar un software que podemos instalar y jugar en nuestro ordenador, orinar, saltar, beber refrescos y fumar cigarrillos.
Lo que propone este título es dejarnos sueltos en un mundo decadente para que vayamos rellenándolo con nuestra propia experiencia. No es que no tenga objetivos -de ahí el prácticamente del anterior párrafo-, sino que no les da mucha importancia. Un hecho que demuestra esta postura es que existe una lista de puntos a cumplir (coleccionables, finales alternativos, retos
) que no se desbloquea hasta prácticamente el último segmento del juego. Según avancemos por las calles de la ciudad iremos descubriendo su realidad, consiguiendo además nuevas formas de movernos por ella y de interactuar con sus elementos a través de un menú diegético que se representa con un ordenador con injerencia en la fantasía de su universo pero que también funciona como un menú clásico de videojuego.
Desgraciadamente esa exploración libre se ve menoscabada por un sistema de controles que es sin duda de lo peor del juego. Ojalá Sludge Life fuese incómodo como parte de una decisión creativa, pero en realidad sus movimientos marean y demuestran estar poco afinados; incluso aunque intentes personalizarlos en su menú, el control es muy probable que acabe lastrando la experiencia ya que, además, el diseño del mapa está ideado para exigir mucha más precisión de la que se puede alcanzar con su movimiento. Es una forma un poco tonta de dificultar la conexión física entre el jugador y la realidad del juego.
Esa realidad es una que conocemos bien: un mundo marcado por la apatía de una clase obrera mayoritaria, cansada de serlo, frente a una gran corporación que lo baña todo eludiendo, al mismo tiempo, cualquier tipo de relación con la prole. Sludge Life no puede estar más de actualidad: cuando entramos en escena lo hacemos en un momento clave de la ciudad, cuando un obrero ha fallecido por culpa de la gran corporación y sus compañeros protestan ante ella con una huelga que paraliza casi todos los servicios. Frente a los trabajadores en huelga, la policía; un cuerpo de opresión que es prácticamente el único contrapunto violento de todo el juego (quitando el daño por caída y unos pajarracos que te picotean si te acercas) que no dudará en golpearte la cara si no haces caso a sus órdenes.
Sludge Life es la perfecta adaptación del grafiti al videojuego, entendiendo grafiti no como el dibujo urbano en sí, sino como la subcultura rebelde que muestra su disconformidad con la sociedad a través de una expresión artística que otros, los acomodados, pueden ver como un acto vandálico. Quizás aquí le fallan dos cosas: una es obligarte a firmar donde ellos digan, limitando la creatividad del jugador que no puede pintar grafitis fuera de los puntos establecidos por el juego, y la otra es dejarse querer demasiado por el propio tono rebelde pasota, esa inocente pose que cree importante tener un “botón dedicado a tirarse pedos” en mitad de una obra contestataria o hacer que un personaje rompa su discurso político con chistes de “vergas” porque, en definitiva, todo da igual.
Los personajes no controlables de este juego (que no son sólo humanos, también ranas, aves, cíclopes y mutantes) son, a veces, muy caricaturescos, pero funcionan como nodos para construir una imagen total de la ciudad que en realidad es el personaje más importante. La mayoría presentan una postura defensiva adolescente, hacen de su pose un sayo para protegerse de la incómoda realidad, y el tono del propio Sludge Life a veces se desvía hacia esos derroteros y se pierde en querer hacer reír con un gato que tiene “dos ojetes”Come from Online Betting Site. Si eso es gracioso o no es harina de otro costal, pero por otra parte sí que hace innegable lo personal que es este proyecto y, a fin de cuentas, lo personal es político; recordemos que el anterior juego de Terri Vellman y Doseone, High Hell, pasa también por ser una crítica al shooter desde el shooter con un trasfondo anticapitalista gamberro. No hay sorpresas aquí.
De este carisma impuesto por los dos creadores sacamos una de las mejores facetas del juego: su identidad visual y sonora. El arte noventero de Sludge Life es el punto por el que entras y quizás también por el que te quedas en su propuesta. Los personajes deformes y de colores saturados rompen con las estructuras rectas y grises de la ciudad, es un espacio que ellos (y tú) reclaman porque no está pensado para vivir: hay personas sentadas en los bordes de altos edificios, hay grafitis imposibles y lugares de reunión donde no debería. La música, buenísima, acompaña el tono apático del juego durante la partida convirtiéndose también en una banda sonora a la que volver en nuestro día a día.
Conclusión
En definitiva, Sludge Life nos habla de la libertad precaria, nos lleva a una ciudad apática donde la rebeldía se pinta en las paredes y donde la huelga se hace frente a la torre del magnate más rico, donde los pobres fuman en tejados y los policías pegan si molestas. Nos deja una ciudad libre para que la recorramos entre tropiezos y nos dice dónde tenemos que pintar los grafitis. Esta es una ficción tan real que se tiene que esmerar en no parecerlo, consiguiendo una identidad única que es casi la mitad del juego. Por contra, se tira piedras en su propio tejado con un control torpe para un diseño exigente y un humor escatológico que, como poco, refleja parte de la personalidad de sus creadores. Es un alegato costumbrista, político, respondón y pasota, un paisaje de barrio con el que parece difícil no llegar a sentirse identificado.
Hemos realizado este análisis en PC con la versión gratuita de Epic Games Store.